Lo ocurrido el viernes por la noche en nuestra ciudad toca un punto sensible donde se cruzan el cumplimiento de la ley, el uso proporcional de la fuerza y la seguridad pública. Nos referimos a la persecución de una persona por parte de fuerzas policiales que no son de nuestra ciudad y que terminó con el joven alcanzado por algunos perdigones (ver foto enviada por un testigo)
En principio, es claro que la policía tiene la facultad —y el deber— de intervenir cuando un vehículo infringe las normas, ya sea por escape libre, falta de papeles o cualquier otra irregularidad.
Sin embargo, en un Estado de derecho, el cómo se ejerce esa autoridad es tan importante como el por qué.
Perseguir a alta velocidad por calles de una ciudad pequeña, o disparar balas de goma a un conductor en fuga, implica riesgos que pueden superar el beneficio de detener esa infracción puntual. El fin no justifica cualquier medio: las fuerzas de seguridad están obligadas a actuar bajo protocolos que minimicen daños y eviten que una contravención termine en una tragedia.
Por eso la discusión social se polariza:
Un sector apoya las persecuciones y medidas duras porque percibe que el descontrol en tránsito y el ruido son un problema crónico, y siente que “algo hay que hacer ya”.
Otro sector cuestiona el método porque entiende que el riesgo de muertes o lesiones graves es demasiado alto para lo que se busca prevenir.
En el fondo, el debate no es si hay que controlar o no —eso está fuera de discusión—, sino qué límites se deben respetar para que el control no se convierta en una amenaza mayor que la falta que intenta corregir.